En el escenario de Clangor, paseando por las calles de Ourense o disfrutando de la tranquilidad veraniega de San Vicente do Mar. Antonio Vega era un asiduo a la comunidad gallega, siempre le gustó tener un pie en la naturaleza
Pablo G Quintas
Actualizado 17/05/2009 - 01:44 h.
La década de los ochenta fue, para algunos, un recreo después de cuarenta años de dictadura. Un estallido de hambre, de cosas nuevas por probar y hacer. En un periférico local de música, había noches en las que uno pedía un gin tonic y en la barra se encontraba con los protagonistas de la movida. Estaban allí, en la discoteca Clangor de Santiago, personajes como Loquillo, Germán Coppini, Teo Cardalda y los chicos de Nacha Pop.
Antonio Vega recibió esta semana un homenaje colectivo, impulsado por numerosos versos en prensa escrita. Encontraba su hogar delante de una libreta y un lápiz, primero las letras y después la música. Gracias a la educación familiar que recibió, los instrumentos eran el medio para hacer llegar al público su forma de ver la vida, su desgarro interior, sus ganas de pasar por cualquier sitio. Si sus padres hubiesen apuntado al tercero de sus seis hijos en una escuela de teatro, hubiese hecho monólogos en vez de canciones. Pero aprendió a tocar la guitarra.
En Clangor, de Fernando Pereira, ensayaron y tocaron hasta cinco noches seguidas sin cobrar entrada los componentes de Nacha Pop. Antonio siempre se sintió cómodo en Galicia. Tras aquella etapa, pasó temporadas en Ourense para acompañar a su chica y, en los últimos años, era un habitual de los veranos de San Vicente, donde cantaba para muy pocos elegidos en el Náutico. Colaboró antes de decir adiós con Los Limones de Ferrol y no había gira que no pasase por aquí. “Me gusta el norte, el mar, sentirme más en el campo que en la ciudad”, aseguraba.
El año pasado estuvo una noche en A Coruña. No fue una madrugada cualquiera. Una mujer amiga de Basilio Martí, músico colaborador de Antonio Vega, consiguió que el icono del pop español cantase en el cumpleaños de su novio. Fue en un pequeño pub de la ciudad. Tocó algunos temas y el homenajeado subió al escenario. El abrazo fue conmovedor. “Tuve que correr, cuando la vida dijo “ve”, no hubo manera de pararme”. Es una de sus letras, metáfora de su deseo de ser agradecido con sus fieles. Nadie esperaba de él grandes discursos delante del micrófono. Los que seguían su trayectoria sabían que escuchando sus canciones no había mucho más que explicar. Autobiográfico con dosis de ambigüedad y misterio.
En sus conciertos en Galicia siempre manifestaba su satisfacción por la edad del público. Seguidores de su generación se mezclaban de forma armónica con jóvenes adolescentes que, a pesar de las versiones de Enrique Iglesias, siempre reconocieron en él al artesano de La Chica de ayer y de otros tantos temas que ya forman parte de la memoria colectiva. Siempre se ha especulado con la opinión que Antonio Vega tenía de los grupos y cantantes que usaban sus poesías. Nunca le importó, le aportaban euros en forma de derechos de autor y él también recurrió a Serrat o a Enrique Urquijo cuando lo creyó conveniente.
“Antonio, gracias por venir”, le gritaron en uno de sus últimos conciertos en Compostela. “Gracias a vosotros por estar aquí”, respondió. Respetaba la profesión y en ocasiones confesaba la sorpresa que le producía seguir agotando entradas 25 años después. En torno a él siempre hubo una fiel minoría; nunca obtendría un escaño en el Congreso aplicando la Ley D’Hondt, pero en cada cruce había un puñado de personas dispuesto a escuchar su voz desagarrada.Desmitificaba la movida de los ochenta, que una vez llegó a comparar con “una panda de bandarras” que actuaban y disfrutan de la vida en las horas en las que los empresarios duermen. Como todo aquel que crea de forma insconciente, se sorprendía cuando, en cualquier backstage, alguien le reconocía que era una fuente de inspiración, un ansolítico del que dependía antes de quedarse dormido. En Galicia lo disfrutamos, lo destripamos, lo idolotramos. Y a él le gustaba el temperamento del norte, nos conocía como la lluvia al sol. A veces, en vez de “gracias”, le salía del alma un “de puta madre”. De puta madre, Antonio, de puta madre.
Antonio Vega recibió esta semana un homenaje colectivo, impulsado por numerosos versos en prensa escrita. Encontraba su hogar delante de una libreta y un lápiz, primero las letras y después la música. Gracias a la educación familiar que recibió, los instrumentos eran el medio para hacer llegar al público su forma de ver la vida, su desgarro interior, sus ganas de pasar por cualquier sitio. Si sus padres hubiesen apuntado al tercero de sus seis hijos en una escuela de teatro, hubiese hecho monólogos en vez de canciones. Pero aprendió a tocar la guitarra.
En Clangor, de Fernando Pereira, ensayaron y tocaron hasta cinco noches seguidas sin cobrar entrada los componentes de Nacha Pop. Antonio siempre se sintió cómodo en Galicia. Tras aquella etapa, pasó temporadas en Ourense para acompañar a su chica y, en los últimos años, era un habitual de los veranos de San Vicente, donde cantaba para muy pocos elegidos en el Náutico. Colaboró antes de decir adiós con Los Limones de Ferrol y no había gira que no pasase por aquí. “Me gusta el norte, el mar, sentirme más en el campo que en la ciudad”, aseguraba.
El año pasado estuvo una noche en A Coruña. No fue una madrugada cualquiera. Una mujer amiga de Basilio Martí, músico colaborador de Antonio Vega, consiguió que el icono del pop español cantase en el cumpleaños de su novio. Fue en un pequeño pub de la ciudad. Tocó algunos temas y el homenajeado subió al escenario. El abrazo fue conmovedor. “Tuve que correr, cuando la vida dijo “ve”, no hubo manera de pararme”. Es una de sus letras, metáfora de su deseo de ser agradecido con sus fieles. Nadie esperaba de él grandes discursos delante del micrófono. Los que seguían su trayectoria sabían que escuchando sus canciones no había mucho más que explicar. Autobiográfico con dosis de ambigüedad y misterio.
En sus conciertos en Galicia siempre manifestaba su satisfacción por la edad del público. Seguidores de su generación se mezclaban de forma armónica con jóvenes adolescentes que, a pesar de las versiones de Enrique Iglesias, siempre reconocieron en él al artesano de La Chica de ayer y de otros tantos temas que ya forman parte de la memoria colectiva. Siempre se ha especulado con la opinión que Antonio Vega tenía de los grupos y cantantes que usaban sus poesías. Nunca le importó, le aportaban euros en forma de derechos de autor y él también recurrió a Serrat o a Enrique Urquijo cuando lo creyó conveniente.
“Antonio, gracias por venir”, le gritaron en uno de sus últimos conciertos en Compostela. “Gracias a vosotros por estar aquí”, respondió. Respetaba la profesión y en ocasiones confesaba la sorpresa que le producía seguir agotando entradas 25 años después. En torno a él siempre hubo una fiel minoría; nunca obtendría un escaño en el Congreso aplicando la Ley D’Hondt, pero en cada cruce había un puñado de personas dispuesto a escuchar su voz desagarrada.Desmitificaba la movida de los ochenta, que una vez llegó a comparar con “una panda de bandarras” que actuaban y disfrutan de la vida en las horas en las que los empresarios duermen. Como todo aquel que crea de forma insconciente, se sorprendía cuando, en cualquier backstage, alguien le reconocía que era una fuente de inspiración, un ansolítico del que dependía antes de quedarse dormido. En Galicia lo disfrutamos, lo destripamos, lo idolotramos. Y a él le gustaba el temperamento del norte, nos conocía como la lluvia al sol. A veces, en vez de “gracias”, le salía del alma un “de puta madre”. De puta madre, Antonio, de puta madre.
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