martes, 19 de mayo de 2009

El pelo de Antonio Vega

13 de mayo de 2009.- Siempre me dio miedo Antonio Vega en los últimos años. Un miedo infantil, un miedo de 'que viene el coco'.
Y no tanto por ese aspecto como de espantapájaros. Esos ojos hundidos, aterrados. Ese cuerpo en retirada.
Me daba miedo el pelo, su pelo. Era el pelo de un muerto, como dice Bobby.
El pelo de alguien que había empezado a morirse por su pelo.
La capacidad de supervivencia humana es de lo más acojonantemente emocionante de esta vida. Esa manera de agarrarse a la pista de los enfermos de cáncer, ese no querer irse de los terminales. Ese empeñarnos en levantarnos cada mañana.
No sabemos para qué vivir, realmente no tenemos ni zorra idea, pero nuestra animalidad se agarra a la vida con una determinación que sólo puede provenir de aquella energía primigenia que lo creó todo.
'Chica de ayer', playback en '300 millones', en TVE (1980)
Sin embargo, Antonio Vega pareció ser el auténtico novio de la muerte durante 20 años. Tanto, que ya en 1992 lo vieron tan crepuscular que le hicieron un disco homenaje de esos que presagian el fin.
Nunca me gustó su voz, sus agridulces composiciones a menudo me asustaron, esas producciones ochenteras parecían infranqueables.
Y sin embargo, unas cuantas grandes canciones -en una sola canción cabe un mundo: una sola canción justifica una vida-. Y emociones personalísimas, y un virtuoso con la guitarra.
Y luego el mito. El Antonio Vega mito que distorsiona la realidad, irregular, del Antonio Vega compositor.
Un mito muy real, injustamente real. Real porque cuentan que, desde hace muchos años, deambulaba como un vagabundo por alguna discográfica y por SGAE para conseguir dinero fresco en forma de derechos de autor -aunque fuera de la sacrílega versión del patético Enrique Iglesias-.
Injustamente real por el innegable atractivo de ese malditismo cegador.
No obstante: al pop le encanta identificar vida y obra, y pocas veces vida y obra parecen tan inextricable y justamente unidas como en su caso. Esa sensibilidad extrema, esa crudeza íntima, esa tristeza que al principio sólo atisbaba, y luego pareció fagocitarle.
Ese definitivo morbo, en sus conciertos, de mirar a los ojos a la muerte. Él y los demás.
Nosotros al mirarle a él. Y él manteniendo esa lucha de gigantes que era, no podía ser de otra forma, con la de la guadaña.
Quico Alsedo. El Mundo

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