domingo, 31 de mayo de 2009

Los penúltimos versos de Antonio

Antonio Vega se fue mientras un libro con sus canciones entraba en prensas: «¿Y si pongo una palabra?». Se acaba de publicar. Al hilo de sus penúltimos versos, Basilio Martí, colega y gran amigo, recuerda y homenajea al músico madrileño.

MANUEL DE LA FUENTE MADRID

El destino no sólo es caprichoso. Se empeña, también, en ser alevosamente cruel. Casi en la última décima de segundo más en la que Antonio Vega era recogido de este mundo por un nuevaolero coro de ángeles, un libro, un pequeño pero hermoso libro, entraba en prensas, dejaba que sobre la piel blanca de sus páginas se tatuaran un puñado de poemas: «Antes de que salga el sol», «Sentado al borde de ti», «Desordenada habitación», «El sitio de mi recreo»... Poemas que fueron el esqueleto verbal del preciso y precioso cuerpo musical de Antonio. El libro es «¿Y si pongo una palabra?» (Ed. Demipage), una primorosa edición que deja aspirar el personalísimo e intransferible aliento lírico del músico. David Villanueva, viejo colega del barrio del cantante, la Piovera, es su editor. «Llevaba detrás de hacer este libro mucho tiempo, es un proyecto antiguo -explica David-, porque quería acercar a la literatura la obra de Antonio».

Apenas unas horas antes, ese destino despiadado quiso que David se pusiera en contacto con Basilio Martí, teclista, antiguo periodista de raza, escudero y hombre de confianza humana y musical de Antonio en los últimos años, en las penúltimas horas. El editor quería localizar a Vega y anunciarle la buena nueva: el libro estaba a puntito. «Componía y tenía unas ideas preciosas», recuerda Basilio, colgado aún de la tristeza, por el jefe y sin embargo amigo desaparecido. «En sus bocetos se veía que se estaba volviendo como un alquimista. Hacía muchas versiones de cada canción, como variaciones sobre el mismo tema».
«No, desgraciadamente no le dio tiempo a ver el libro impreso -confirma Villanueva-. La idea era sacar el librito y hacernos unas risas; tampoco se trataba de hacer un libro del que hablara todo el mundo». Basilio Martí conoce bien al artista sencillo pero genial: «A veces nos cogía el toro a última hora. Como en la grabación de «De un lugar perdido». Era el último día de estudio y nos faltaban dos canciones. Entonces, mientras los músicos estábamos tocando, él se sentó encima de un «ampli», de un marshall, con un boli y un papel y escribió la letra de «Ser un chaval» en media hora...».

A lomos de la furgoneta (el segundo, si no el primero, hogar de un músico) Antonio se había acostumbrado en los últimos años, de bolo en bolo, de concierto en concierto, a ver una y otra vez los campos de España
Era la personalidad de un artista de los pies a la inquieta cabeza. La misma personalidad, el mismo suspiro genial que David Villanueva encuentra en su versos: «Quería que Antonio como poeta se distanciara y mucho de la movida, porque creo que él no tenía nada que ver. Él era como una peca en toda aquella blancura explosiva de la movida».

Espacio y tiempo de los poetas. Espacio y tiempo que juegan al ajedrez. Basilio Martí hace girar las manecillas de sus horas compartidas: «Antonio vivía en un tiempo distinto al nuestro, le gustaba apurar, estar entre la espada y la pared. No tenía ningún modus operandi y no le importaba estar luchando contra el tiempo. Si le sobraba, se ponía a elucubrar, como he dicho, como un alquimista. Y si iba muy apurado, pues se dejaba de coñas y lo hacía a última hora y de un tirón». A través del teléfono, la voz de Basilio se endulza cuando le viene a la cabeza ese Antonio «que era un tío muy divertido, aunque no de puertas para afuera. Pero en el local, con sus amigos, en los hoteles, no parábamos de hacer bromas y contar chistes».

A lomos de la furgoneta (el segundo, si no el primero, hogar de un músico) Antonio se había acostumbrado en los últimos años, de bolo en bolo, de concierto en concierto, a ver una y otra vez los campos de España. «Últimamente hacíamos muchos viajes y no paraba de hablar», cuenta Martí, convertido en eterno compañero de carretera y manta. «Le encantaba mirar por la ventanilla y empezaba a hablar, no sé, se ponía como machadiano con el paisaje. Pero no era un rollo paisajístico, era algo como metafísico, como si intentara concebir un paisaje interior. De hecho, los últimos escritos que me enseñó iban por ahí, aunque la verdad es que de siempre le gustó mucho hablar del espacio, del cosmos, del infinito, de la geometría, y en los últimos meses estaba más filosófico que nunca». Filosofía hecha canción: «Los pueblos blancos, calles empedradas, en el cielo una explosión dorada, a esta hora. A la hora de las sombras largas, cuando nacen los hechizos, se confunden vencedores y vencidos». Penúltimas palabras de Antonio, palabras que, como siempre, reconfortan el corazón de la tribu, alivian el dolor de la tribu.

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