sábado, 6 de junio de 2009

La chica de ayer

ESTRELLA DE DIEGO 06/06/2009
Hay una edad rara en la cual, día sí y día no, te acuestas o te levantas con un amigo menos: la muerte gana. Y te parece extraño, porque es muy extraño aunque sea muy corriente, que no vayas a volver a ver jamás su cara ni a oír su voz. Y te das cuentas de lo rápido que se ha pasado todo ese tiempo: las cosas se van. Lo sabías de antemano, pero la ausencia presentida, la que luego se hace un peso enorme encima de la pena, deja claro que no hay regreso a lo que fuera.
Hace semanas Antonio Vega dejaba de estar. Con él se esfumaba una época completa, la del mítico concierto de Nacha Pop que, entonces también, se vivía como un acontecimiento, algo que se recordaría sobre los años. Con Vega se clausuraba definitivo el sueño ilógico de regresar allí entonces, exorcismo de que todo siguiera igual en nuestras vidas. Qué bobos, pensar que el presente sería largo.
Lo pienso -lo pensamos- y se me viene a bocanadas la tristeza con mis muertos de entonces, cuerpos acumulados como torre macabra. Escucho los compases que aún hoy hacen vibrar a una generación entera, la mía: loca de ganas de volver al Rock Ola o al Marquee o al fin del mundo, donde se llegue antes. Porque La chica de ayer es un himno al tiempo perdido, obra del que fue el más de Madrid, con su cara afilada, de inglés, de Artaud.
Lo pensaba el otro día paseando mi melancolía espesa por la exposición de La Casa Encendida, una joya donde pasar las hojas bajas -para la tristeza lo único que vale es una solución homeopática. Al lado de sus dibujos intensísimos, de sus autorretratos turbadores y sus papeles -estupenda la selección de Marta González y el montaje de Ángel Bados- aparece el escritor luminoso, guapo, atrapado por la cámara de Man Ray, el que rasgó la historia todas las veces que fue necesario, otro maldito en la historia que más circula.
Pero malditos nosotros que dejamos de meternos y dejamos de fumar para vivir hasta lo eterno o un par de días extra, lo que llegara antes. Malditos los que nos quedamos para ver que la vida no dura toda la vida, sino hasta el amanecer como mucho.
Amanece apenas y la noticia se vislumbra como un sueño abrumador. José-Miguel Ullán ha dejado de estar -también esta vez ha ganado la muerte. La inteligencia más implacable, la más audaz, el poeta más lúcido, el más ávido conocedor de la palabra queda entre nosotros como libros -sabe a muy poco... Ondulaciones, su "poesía reunida" que prologó Miguel Casado, desvelaba la gama indispensable de esa fuerza, visual también, en el trabajo de Ullán. El día de su presentación leyó los versos de un poeta americano y me olvidaba siempre el nombre. He olvidado preguntarle aquel nombre y se me agolpan en los amigos muertos las preguntas que no tienen respuesta. Pero me da no sé qué llorar pensando en esa forma suya de mirar a las cosas, con la distancia que da pasar la vida pensando en la palabra necesaria -lo escribió Eliot a propósito de ser poeta. Trato de distanciarme. La muerte, burlona, tiene al fin y al cabo algo de contratiempo, como los Contratiempos de Ullán: "Aunque cierres los ojos, ahí siguen / -en espigas tal vez mudados...". Ahí sigue José-Miguel, sonrisa esbozada -otro poeta guapo-.

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