martes, 30 de junio de 2009

El Antonio que conocí

Domingo, 07 de junio de 2009

Ni triste ni solitario. Refractario a los consejos. Loco por las palomitas. Juan Bosco retrata al cantante fallecido, con el que preparó su biografía durante 6 años

JUAN BOSCO

Conocí a Antonio Vega una agridulce y calurosa mañana de verano en Madrid. Fue la primera vez que intercambiamos unas palabras pero yo le conocía desde hacía muchos años, 21 para ser exactos, el día que me regalaron el vinilo de Dibujos animados que acababa de salir a la calle, tres años antes de que los Nacha se separaran definitivamente. O eso parecía.
Desde entonces, la voz de Antonio siempre ha estado conmigo. Intermitente pero constante, con la misma pauta que él impuso para sacar sus trabajos discográficos. Pero cuando, años más tarde me vi de pronto trabajando mano a mano con él en sus memorias, no me lo podía creer.
Como decía, una agridulce y calurosa mañana conocí a Antonio Vega. No recuerdo si fue su timidez o su educación lo que más me impresionó en un primer momento, pero de ambas iba sobrado. Conseguía tratar a la gente con cercanía y estar ausente al mismo tiempo. Esa actitud me desarmó por completo.
BROMISTA
El Antonio Vega que yo conocí era flaco y afilado, quijotesco y paladín. Era huidizo y sinuoso, un maestro escapista que siempre encontraba la salida más cercana, el acorde adecuado y la palabra correcta.
El Antonio que yo conocí sabía reírse de sí mismo y sabía muy bien cómo hacer reír a los demás. Era capaz de sacarle punta a un alfiler y de estirar las bromas hasta límites insospechados. No escatimaba fuerzas, y a veces no iba sobrado de ellas, para soltar un chiste, una ocurrencia o uno de sus juegos de palabras.
El Antonio que yo conocí era la persona menos triste y solitaria de todas con cuantas me he topado, y del alma en pena que algunos se empeñan en colgarle sólo tenía el alma. Sus penas fueron sus pérdidas: su hermano Ricardo, su hermana Martita, como él la llamaba, y por último Marga, su amor e inspiración.
El Antonio que yo conocí podía pasarse horas enteras hablando de polvo de estrellas, de constelaciones y cometas. Le fascinaba el hecho de que el sol fuera a brillar cada vez con más fuerza hasta estallar en una inmensa bola de fuego.Aún recuerdo la ilusión que le hizo descubrir Google Earth y cómo te enseñaba entusiasmado la Nebulosa Tarántula en la Gran Nube de Magallanes, la del Cangrejo o la del Ojo de Gato.
El Antonio que yo conocí era más duro que el kevlar, podía con carros y carretas, y esa aparente fragilidad suya escondía en realidad una fortaleza capaz de aguantar lo que aguantó. Lo inaguantable.
El Antonio que yo conocí fue capaz de consumir una cantidad ingente de palomitas de maíz. Cuando vivió en la nave de la calle Palermo, Fofo y Sandra le surtían con bolsas de tamaño industrial de las que compran los bares y se las comía en un espacio de tiempo inverosímil. En su casa era complicado encontrar una zona sin que hubiera un despistado copo por alguna parte. Entre su dieta se encontraban, tras las susodichas palomitas, las bebidas de naranja, los sándwiches de queso con membrillo, los bollos esos raros con puntitos de chocolate y la leche condensada.
El Antonio que yo conocí cerraba la boca y miraba al suelo cuando cualquier bienintencionado le animaba a cuidarse. No le gustaban los consejos y en muy contadas ocasiones los daba. Las decisiones de cada uno son de cada uno por muy duro o desgarrador que resulte. Y resulta. Que a nadie le quepa la menor duda.Al Antonio que yo conocí se le podía querer y odiar al mismo tiempo. No era ningún santo. Nunca quiso serlo. Su camino fue el que eligió y pudo haber elegido y triunfado en cualquier otro. Pero no lo hizo. Eligió la música. Eligió el poblado. Eligió el arte.
El Antonio que yo conocí ganaba muchísimo dinero pero siempre estaba sin un duro. Podía comprar una guitarra el lunes, empeñarla el miércoles, recuperarla el sábado y volver a empeñarla el lunes siguiente. Supo vivir con todo y sin nada, y se enfrentaba a ambas situaciones con la misma tranquilidad y la misma entereza.
Aunque no siempre fue así. De vez en cuando, su bolsillo se hinchaba más de la cuenta y acudía a CashConverters, a Bosco o al Leturiaga de Corredera Baja y se pillaba un amplificador de válvulas, la tarjeta de sonido de turno o una guitarra a la que ya había echado el ojo. Esos días no se le borraba la sonrisa de la cara y, aunque era una gozada verle así de contento, tengo que reconocer que cuando más disfrutaba yo (y sospecho que también él) era cuando le daba por comprar cosas sin ninguna utilidad, como aquella ballesta con la que se encaprichó y que jamás volvió a usar.
Cuando el Antonio que yo conocí y que todos conocimos abría la boca para cantar no sé qué pasaba pero algo pasaba. Unos dirán que era su voz, otros que las letras y algunos que una mezcla de ambas. Quién sabe… pero cuando decía lo que decía cómo lo decía, sentías cosas. Cómo reaccionaba la gente cuando empezaba a cantar era algo digno de ver. Y de sentir. En sus conciertos, el público le arropaba al principio, le animaba dándole calor y, de pronto, cuando ya estaba lanzado, conseguía de un plumazo estremecer hasta los huesos, tocándote en sitios donde muy pocos artistas pueden llegar.
El inmenso regalo que nos ha hecho a todos sigue ahí, al alcance de la mano porque su voz, por suerte, jamás se extinguirá.
El Antonio que yo conocí jamás se compró una casa pero sí quemó una de ellas. Perdió sus fotos, discos, muebles, todo. Decía que ese día se convirtió en un hombre sin pasado.
NO ERA FÁCIL DAR CON ÉL
El Antonio que yo conocí medía tres metros y medio desde el escenario pero llegaba a diez de altura cuando se bajaba de él.
Supongo que su pérdida es demasiado reciente como para poder entender nada. Cuando desaparece un ser querido, la profundidad de la herida es equiparable al amor que éste dio en vida y, en el caso de Antonio, dio a manos llenas. La prueba son sus canciones. Si en algún sitio depositó todo su amor, su fuerza y sus ideas fue en sus canciones, por eso se puede decir, sin miedo a mentir, que el daño que Antonio nos ha infligido ha sido traumático. Sus canciones han significado tanto para tantas personas que ahora, en estos momentos oscuros, mucha gente sentirá un dolor difícil de localizar.
El Antonio que yo conozco sigue estando con nosotros. Puede que ahora sea un poco más complicado dar con él pero nunca fue fácil dar con Antonio. Cada vez que Basilio apriete una tecla y cada vez que Pepelu coja el coche por la noche, Antonio estará con ellos. Seguirá echando de menos a Teresa y planeando visitarla un fin de semana y apostaría a que ahora mismo está haciendo alguna tontería para arrancarle a Queca otra carcajada. Sólo que, de ahora en adelante, tendrá que afinar el oído para escucharle.
Juan Bosco es el autor de la biografía de Antonio Vega, que se publicará próximamente.
PEQUEÑA BIOGRAFÍA
CUNA. Nació en Madrid el 16 de diciembre de 1957.MÚSICA. Tras estudiar Sociología, Arquitectura e intentar ser piloto, descubrió que lo suyo era la música. Cuando tenía 21 años se incorporó al grupo de su primo Nacho García Vega. El disco de debut de Nacha Pop salió en 1980, con la archiconocida «Chica de ayer». Se separaron en 1988 y en 1991 sacó su primer disco en solitario.
AMOR. Con su primera mujer, Teresa, mantuvo una relación de 17 años. A Margarita del Río la conoció en 1998, y se convirtió en su musa y colaboradora hasta que falleció en 2004. Ahora compartía su vida con Queca.
MUERTE. Tras un grave deterioro físico palpable en los últimos años, el cantante moría víctima de un cáncer de pulmón el pasado miércoles.

Antonio Vega

BENJAMÍN PRADO 28/04/2005

Era cierto: lo que no hacía la realidad, lo hacían las canciones y por eso, en aquellos años, no importaba que tantas cosas fuesen mentira, porque a cambio eran hermosas, de ese modo en que lo es todo lo que empieza o acaba de noche y en los bares.
Ya lo decían los músicos de Nacha Pop en el gran himno de los años ochenta, Chica de ayer: "Luego por la noche al Penta, a escuchar / canciones que consigan que te pueda amar". A muchos nos ocurrió justo eso, y luego pasamos años maldiciendo las tres cosas: la chica, la canción y al bar, que solía ser, efectivamente, o el Pentagrama del que hablaba Nacha Pop, en la calle de La Palma, o La Vía Láctea, en la calle de Velarde, o cualquiera de los locales en los que había música en directo, básicamente El Sol y el Rock Ola. Pero ése es otro asunto y qué le vamos a hacer si lo que se anda por un callejón sin salida y junto a la persona equivocada, también es parte del camino. Así son las cosas.

Ahora, La Vía Láctea cumple 25 años y el autor de Chica de ayer, Antonio Vega, que la cantaba en Nacha Pop y volvió a hacerlo 10 años más tarde, otra vez por primera vez, en su primera obra fuera del grupo, El sitio de mi recreo, acaba de publicar un disco emocionante, a la vez bello y doloroso, que se titula 3.000 noches con Marga y está dedicado a la memoria de su novia, fallecida el año pasado. Sus composiciones se llaman Ángel de Orión, Pueblos blancos o Te espero y son certeras, hirientes e inolvidables, pero también son un síntoma de esos 25 años, del modo en que el tiempo corta y separa con sus cuchillos todo lo que parecía indivisible. Claro, un cuarto de siglo es mucho tiempo, que nos lo digan a cualquiera de nosotros, y el chico melancólico que nos hacía bailar ahora nos hace llorar. Son las reglas del juego.

No hay canción que no acabe por ser triste, porque todas acaban por ser, tarde o temprano, la banda sonora de lo que ya no está; pero el arte con mayúsculas -y 3.000 noches con Marga lo es- constituye una especie de pegamento que une lo que queda y lo que se ha perdido, acerca antes a después y consigue derrotar con la memoria al olvido.

Qué raro, de todas las maneras, que este Madrid del siglo XXI se parezca tan poco a aquel Madrid de la época de la movida, que La Vía Láctea cumpla 25 años, que Antonio Vega tenga que escribir sus / nuestras 3.000 noches con Marga y que, de algún modo, esas canciones hablen de todo eso a la vez. Las cosas que se pierden se vuelven importantes, como podría decir algún bolero. Y qué.

Del Madrid de los años ochenta -qué vértigo, pensar que habría que añadir "del siglo pasado"-, no queda mucho, en ningún sentido. Ahí están, contra viento y marea, La Vía Láctea, el Pentagrama o El Sol, en la calle de los Jardines, pero muchos de los lugares de donde salió aquella especie de fogonazo han cerrado y, sobre todo, la energía que lo provocó fue apagada con la política policial que se llevó a cabo contra los locales de donde salía el cine, la música o la pintura que fijó el mito para la posteridad.

Todo un ejemplo de la capacidad corrosiva de los poderes públicos sobre la cultura, a la que se apoya raramente pero a la que se acosa y acusa de mil modos y con mil cargos distintos, hasta vencerla por derribo.

Porque en esta ciudad se buscaron todas las razones del mundo para cerrar los locales en los que se hacía música o se montaban exposiciones o se leían poemas, pero no se buscó ningún plan para salvarlos. Las prohibiciones no curan, como afirman los evangelistas del orden y el buen juicio: sólo matan.

Menos mal que el talento no se puede decretar ilegal ni se le puede mandar un inspector, no puede ser precintado ni convertirse en una hamburguesería, un bloque de apartamentos o una caja de ahorros, y gracias a eso, de toda aquella agitación de las aguas que fue la movida aún quedan algunas olas y uno puede aún echarse directamente al corazón una noche en La Vía Láctea o un disco como este 3.000 noches con Marga.

Lo que te da la vida, no te lo pueden quitar ni la distancia ni el tiempo, como dice Antonio Vega.
Felicidades, y ojalá todo volviese a empezar otra vez.

lunes, 22 de junio de 2009

El chico de ayer

JAVIER CUERVO

Antonio Vega buscaba dentro de sí mismo canciones inolvidables y encontró eso que se llama un himno generacional, es decir un hito para sus contemporáneos, una piedra que marcó "esto son los ochenta. Usted se encuentra aquí".
Como La chica de ayer nunca llegó a apagarse, para miles de personas de cincuenta años para abajo, cuando arranca el punteo se pone en marcha una letra indirecta, abierta y sincopada que cada quien ha llenado de distintos significados estrictamente personales, en los que se reserva el derecho de admisión.
Vega se explotó como se explota una mina, profundizando siempre y con la dinamita de las drogas introspectivas. Aunque hizo bien más cosas, su veta de mineral precioso eran las baladas semidesnudas, acompañadas por una guitarra de cristal, en las que las frases sugerentes armaban estrofas enigmáticas que cantaba con voz de finura amuchachada, afilada con eses de cuchilla y un trémolo en vilo, como vivió, como nos tuvo.
Pero la actividad extractiva siempre arruina el lecho. Las drogas fueron desfigurando a Antonio Vega hasta convertirlo en el zombi del joven que fue, con los playeros blancos de la prisa por desaparecer conectados con los ojos esquivos o asomados al pozo interior, donde estaban las salidas.
Acabó vistiendo el esqueleto por fuera lo que le aristó los rasgos y le talló el nudoso barroco de los dedos. Así convirtió su cuerpo en crónica y mapa de la variante oscura de los ochenta, unos años de fulgor y roña, neón y mugre, y acabó adoptando la postura del títere con hilos rotos.Oírle de nuevo era un placer y verle de vuelta, un dolor. No cabía pensar en que hubiera podido ser el dueño de todo y desolaba comprobar los estragos de la consunción, disco a disco, hasta quedar reducido a una cabellera completa que susurraba declaraciones con desinterés y canciones tristísimas hechas con poesía de humo y música de vidrio, de un intimismo que contenía todas las sensaciones e imágenes asociadas a la soledad.
Su afán solitario y su cancionero de soledades ha hecho mucha compañía.

martes, 16 de junio de 2009

Bonito homenaje a Antonio Vega en la Bumerang

Había que recordar al músico admirado, al compositor lánguido, al hombre triste desde hace años, al amigo en algunos casos. Por eso, varias bandas de Guadalajara se unieron para rendir homenaje a Antonio Vega. El 12 de junio, un mes justo después de que la mitad de Nacha Pop muriera.
La sala Bumerang fue el último lugar donde Antonio Vega tocó en Guadalajara. Un acústico que consiguió reunir a decenas de fans de toda la vida, que se sabían todas y cada una de las canciones. El comentario general era: “Está bastante bien”. Lamentablemente, sólo lo parecía. Pero el concierto fue muy bueno, lleno de fuerza, vital.Tanto es así que, ayer, antes de escuchar el tributo en directo, se pudo ver el vídeo del concierto que ofrecía el 22 de marzo.
No se llegó a llenar la sala, pero los que había eran buenos seguidores, incondicionales. El concierto repasó los temas más señeros de Nacha Pop.

Tras la nostalgia, llegó el momento de la celebración. Los temas compuestos por Vega, durante su etapa de Nacha Pop, fueron interpretados por grupos que llevan tiempo rindiendo tributo a bandas míticas del pop español de los 80, como La calle del Olvido (Tributo a los Secretos).Se sumaron al memorial los chicos de Luz Oscura, que tuvieron en Antonio Vega a un músico que confió en ellos y les ayudó a dar sus primeros pasos como profesionales. También, participaron en el homenaje Estudio 80, Secreto de Sumario y Los Escalones.
Una buena forma de recordar a uno de los músicos que más veces ha actuado en Guadalajara, casi siempre consiguiendo una buena entrada. Y es que, en Guadalajara, habrá mucha gente que le eche de menos y que rememore “La chica de ayer” pensando en alguna de las memorables actuaciones que el músico ofreció en la ciudad.

sábado, 6 de junio de 2009

La chica de ayer

ESTRELLA DE DIEGO 06/06/2009
Hay una edad rara en la cual, día sí y día no, te acuestas o te levantas con un amigo menos: la muerte gana. Y te parece extraño, porque es muy extraño aunque sea muy corriente, que no vayas a volver a ver jamás su cara ni a oír su voz. Y te das cuentas de lo rápido que se ha pasado todo ese tiempo: las cosas se van. Lo sabías de antemano, pero la ausencia presentida, la que luego se hace un peso enorme encima de la pena, deja claro que no hay regreso a lo que fuera.
Hace semanas Antonio Vega dejaba de estar. Con él se esfumaba una época completa, la del mítico concierto de Nacha Pop que, entonces también, se vivía como un acontecimiento, algo que se recordaría sobre los años. Con Vega se clausuraba definitivo el sueño ilógico de regresar allí entonces, exorcismo de que todo siguiera igual en nuestras vidas. Qué bobos, pensar que el presente sería largo.
Lo pienso -lo pensamos- y se me viene a bocanadas la tristeza con mis muertos de entonces, cuerpos acumulados como torre macabra. Escucho los compases que aún hoy hacen vibrar a una generación entera, la mía: loca de ganas de volver al Rock Ola o al Marquee o al fin del mundo, donde se llegue antes. Porque La chica de ayer es un himno al tiempo perdido, obra del que fue el más de Madrid, con su cara afilada, de inglés, de Artaud.
Lo pensaba el otro día paseando mi melancolía espesa por la exposición de La Casa Encendida, una joya donde pasar las hojas bajas -para la tristeza lo único que vale es una solución homeopática. Al lado de sus dibujos intensísimos, de sus autorretratos turbadores y sus papeles -estupenda la selección de Marta González y el montaje de Ángel Bados- aparece el escritor luminoso, guapo, atrapado por la cámara de Man Ray, el que rasgó la historia todas las veces que fue necesario, otro maldito en la historia que más circula.
Pero malditos nosotros que dejamos de meternos y dejamos de fumar para vivir hasta lo eterno o un par de días extra, lo que llegara antes. Malditos los que nos quedamos para ver que la vida no dura toda la vida, sino hasta el amanecer como mucho.
Amanece apenas y la noticia se vislumbra como un sueño abrumador. José-Miguel Ullán ha dejado de estar -también esta vez ha ganado la muerte. La inteligencia más implacable, la más audaz, el poeta más lúcido, el más ávido conocedor de la palabra queda entre nosotros como libros -sabe a muy poco... Ondulaciones, su "poesía reunida" que prologó Miguel Casado, desvelaba la gama indispensable de esa fuerza, visual también, en el trabajo de Ullán. El día de su presentación leyó los versos de un poeta americano y me olvidaba siempre el nombre. He olvidado preguntarle aquel nombre y se me agolpan en los amigos muertos las preguntas que no tienen respuesta. Pero me da no sé qué llorar pensando en esa forma suya de mirar a las cosas, con la distancia que da pasar la vida pensando en la palabra necesaria -lo escribió Eliot a propósito de ser poeta. Trato de distanciarme. La muerte, burlona, tiene al fin y al cabo algo de contratiempo, como los Contratiempos de Ullán: "Aunque cierres los ojos, ahí siguen / -en espigas tal vez mudados...". Ahí sigue José-Miguel, sonrisa esbozada -otro poeta guapo-.

domingo, 31 de mayo de 2009

Los penúltimos versos de Antonio

Antonio Vega se fue mientras un libro con sus canciones entraba en prensas: «¿Y si pongo una palabra?». Se acaba de publicar. Al hilo de sus penúltimos versos, Basilio Martí, colega y gran amigo, recuerda y homenajea al músico madrileño.

MANUEL DE LA FUENTE MADRID

El destino no sólo es caprichoso. Se empeña, también, en ser alevosamente cruel. Casi en la última décima de segundo más en la que Antonio Vega era recogido de este mundo por un nuevaolero coro de ángeles, un libro, un pequeño pero hermoso libro, entraba en prensas, dejaba que sobre la piel blanca de sus páginas se tatuaran un puñado de poemas: «Antes de que salga el sol», «Sentado al borde de ti», «Desordenada habitación», «El sitio de mi recreo»... Poemas que fueron el esqueleto verbal del preciso y precioso cuerpo musical de Antonio. El libro es «¿Y si pongo una palabra?» (Ed. Demipage), una primorosa edición que deja aspirar el personalísimo e intransferible aliento lírico del músico. David Villanueva, viejo colega del barrio del cantante, la Piovera, es su editor. «Llevaba detrás de hacer este libro mucho tiempo, es un proyecto antiguo -explica David-, porque quería acercar a la literatura la obra de Antonio».

Apenas unas horas antes, ese destino despiadado quiso que David se pusiera en contacto con Basilio Martí, teclista, antiguo periodista de raza, escudero y hombre de confianza humana y musical de Antonio en los últimos años, en las penúltimas horas. El editor quería localizar a Vega y anunciarle la buena nueva: el libro estaba a puntito. «Componía y tenía unas ideas preciosas», recuerda Basilio, colgado aún de la tristeza, por el jefe y sin embargo amigo desaparecido. «En sus bocetos se veía que se estaba volviendo como un alquimista. Hacía muchas versiones de cada canción, como variaciones sobre el mismo tema».
«No, desgraciadamente no le dio tiempo a ver el libro impreso -confirma Villanueva-. La idea era sacar el librito y hacernos unas risas; tampoco se trataba de hacer un libro del que hablara todo el mundo». Basilio Martí conoce bien al artista sencillo pero genial: «A veces nos cogía el toro a última hora. Como en la grabación de «De un lugar perdido». Era el último día de estudio y nos faltaban dos canciones. Entonces, mientras los músicos estábamos tocando, él se sentó encima de un «ampli», de un marshall, con un boli y un papel y escribió la letra de «Ser un chaval» en media hora...».

A lomos de la furgoneta (el segundo, si no el primero, hogar de un músico) Antonio se había acostumbrado en los últimos años, de bolo en bolo, de concierto en concierto, a ver una y otra vez los campos de España
Era la personalidad de un artista de los pies a la inquieta cabeza. La misma personalidad, el mismo suspiro genial que David Villanueva encuentra en su versos: «Quería que Antonio como poeta se distanciara y mucho de la movida, porque creo que él no tenía nada que ver. Él era como una peca en toda aquella blancura explosiva de la movida».

Espacio y tiempo de los poetas. Espacio y tiempo que juegan al ajedrez. Basilio Martí hace girar las manecillas de sus horas compartidas: «Antonio vivía en un tiempo distinto al nuestro, le gustaba apurar, estar entre la espada y la pared. No tenía ningún modus operandi y no le importaba estar luchando contra el tiempo. Si le sobraba, se ponía a elucubrar, como he dicho, como un alquimista. Y si iba muy apurado, pues se dejaba de coñas y lo hacía a última hora y de un tirón». A través del teléfono, la voz de Basilio se endulza cuando le viene a la cabeza ese Antonio «que era un tío muy divertido, aunque no de puertas para afuera. Pero en el local, con sus amigos, en los hoteles, no parábamos de hacer bromas y contar chistes».

A lomos de la furgoneta (el segundo, si no el primero, hogar de un músico) Antonio se había acostumbrado en los últimos años, de bolo en bolo, de concierto en concierto, a ver una y otra vez los campos de España. «Últimamente hacíamos muchos viajes y no paraba de hablar», cuenta Martí, convertido en eterno compañero de carretera y manta. «Le encantaba mirar por la ventanilla y empezaba a hablar, no sé, se ponía como machadiano con el paisaje. Pero no era un rollo paisajístico, era algo como metafísico, como si intentara concebir un paisaje interior. De hecho, los últimos escritos que me enseñó iban por ahí, aunque la verdad es que de siempre le gustó mucho hablar del espacio, del cosmos, del infinito, de la geometría, y en los últimos meses estaba más filosófico que nunca». Filosofía hecha canción: «Los pueblos blancos, calles empedradas, en el cielo una explosión dorada, a esta hora. A la hora de las sombras largas, cuando nacen los hechizos, se confunden vencedores y vencidos». Penúltimas palabras de Antonio, palabras que, como siempre, reconfortan el corazón de la tribu, alivian el dolor de la tribu.

sábado, 30 de mayo de 2009