jueves, 21 de mayo de 2009

Pretéritos imperfectos

Miércoles, 20-05-09
SI algo sacó en claro Castilla del Pino de sus años al frente del dispensario de Psiquiatría de Córdoba es que todos tenemos múltiples rostros. Siempre hay un loco y un cuerdo en conflicto en nuestro interior: un don Quijote dominado por el delirio que busca vías escapistas a una existencia frustrante, y un Alonso Quijano al que asaltan ataques esporádicos de lucidez. Y en esa lucha descarnada se nos va la vida, lo mejor de la vida, en una décima de segundo, tal vez esperando nada, como cantaba Antonio Vega, el trovador de las seis cuerdas, cuyos acordes sonarán para siempre en nuestra particular constelación de Orión.
Ambos maestros, desde sus diversas disciplinas, supieron tomarle el pulso a una realidad compleja, con la palabra como infalible terapia, para enseñarnos el camino a los demás. El humanista aportó las claves para entender el dolor humano en aquellos años de resistencia y depresión colectiva del franquismo. En su diván se sentó media Córdoba y oyó contar cientos de desgarradoras historias de perdedores. Pasajes íntimos de una Córdoba trágica que ya no existe, pero donde ahora, como antes, sigue sin suceder nada trascendente. Quizás porque nada quieren que pase quienes nos gobiernan.
El joven que perseguía a «La chica de ayer», por su parte, aplicó la psicoterapia desasosegante de sus letras y sus dedos nerviosos para tocar la fibra sensible de una generación que creció, amó y probó todos los adictivos elixires de la juventud en los tiempos urgentes de la Transición.
Uno y otro, a su manera, supieron construirse su santuario de libertad contra la enfermedad del inmovilismo. El científico se creó una ciudad para él donde trabajar, leer, escribir y vivir, como dejó dicho en el segundo volumen de sus memorias, «La Casa del Olivo», pues a su llegada a esta pequeña capital de provincias, con apenas 27 años, el joven psiquiatra se encontró con varias Córdobas, unidas todas por el cordón indivisible del silencio y la marginación.
El reinventor del pop español lo tuvo más fácil. Le bastó el vuelo lírico y estupefaciente de su música para transportarnos tan lejos como era capaz de llegar su prodigiosa imaginación, donde se divisaban infinitos campos, a ese lugar donde nacimos, cuando todo estaba por descubrir.
Aunque ya se han marchado, sus pretéritos imperfectos permanecen como esas hojas doradas que queremos guardar hasta abril. Carlos Castilla del Pino y Antonio Vega siempre tendrán un sitio en el recreo de la memoria, ya sea a la sombra del olivo de la casa de nuestros abuelos o en aquella ventana donde seguimos asomándonos, como la primera vez, para ver a la chica de ayer jugando con las flores de nuestro jardín.

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