martes, 19 de mayo de 2009

Sobre héroes y tumbas

19 de mayo.- El martes pasado fallece, tristemente, Antonio Vega.

Esa noche no pensaba escribir sobre ello, porque no hay nada más predecible que hablar sobre el artista recién muerto. Pero estuve con Rober hasta las tantas viendo vídeos y escuchando temas del finado, y con la emoción en la retina decido hacerlo.
Termino sobre las 6, y me levanto a las 11.
Abro el blog sin demasiado interés, esperando los clásicos mensajes de condolencia -y pocos, dada la esperable avalancha mediática-.
Me sorprende encontrar unos 80 comentarios, y más aún el sentido prácticamente unívoco de todos ellos: descubro aterrado que, dicen, me he aprovechado del muerto, he mancillado su memoria, le he insultado a él y a los que sufren su duelo. Se me desean enfermedades, un despido inminente, mucho dolor. A mí y a mi familia.
Me preocupo. No es la primera vez que decenas o centenares de internautas me desean grandes males: me suele hacer gracia, pero esta vez no hay lugar para bromas y sí un muerto de por medio.
Yo creía haber escrito una visión personal, pero respetuosa, del músico. Ninguna hagiografía, pero sí una loa a su capacidad para sobrevivir y plantarle cara a la muerte, y una descripción de sus penalidades. No opinan así muchos lectores: he utilizado al muerto, dicen, le he vejado, me he reído y vengado (?) de él.
Muy preocupado, corro a releer el texto, temiéndome encontrar esa lectura. A veces, este oficio es como tirar un penalti de palabras: uno pone la mejor intención, intenta que el cuerpo no se le vaya hacia atrás, pero el balón de letras lo mismo se va a la grada o te pasa como a Casquero.

Leo, releo y no: el balón fue donde lo tiré. Pero la avalancha continúa, así que esa misma tarde escribo un comentario: no creo haber faltado al respeto a nadie, digo, pero pido disculpas a quien se haya sentido ofendido. Da igual. El torrente es constante hasta hoy: más de 200 mensajes, el 95% de los cuales oscila entre el insulto y la lapidación.
De mis años en la sección de Cultura recuerdo bien los codazos entre las firmas para enterrar al cadáver ilustre: nada hay mejor para el aspirante que ponerle lápida al consagrado. Un ejemplo: ese martes en que muere Antonio Vega, un escritor modernillo español promete un texto a un periódico y 10 minutos después se va a la competencia, donde su corona-panegírico se verá más (ninguno de ellos, por cierto, es este diario).
Muchas alabanzas y letanías son sinceras. Para otras, sea quien sea el fiambre, se pone en marcha la fábrica de chorizos-epítetos jabonosos, y se aparca lo demás. Quede claro: no hablo del caso de Antonio Vega, no he mirado columnas al respecto.
Pero ayer, días después, en El País (sí, la ventanilla de enfrente), llega el jefe Diego A. Manrique y pone algún punto sobre alguna i. El texto se titula 'Decoradores de tumbas' y dispara, menos mal, contra la absurda y necrofágica tradición hispánica de blanquear sepulcros.
Porque Antonio Vega fue, por descontado, un artistazo capaz de decir lo muy pocas veces dicho en el pop español. Pero también, en sus últimos años, alguien "capaz de presentarse en su editorial tarareando una canción ajena como ocurrencia propia 'por si colaba'", escribe Manrique.
Un alma sensible, un músico poderoso durante muchos años, que también dejó que el triste Enrique Iglesias mancillara 'Chica de ayer' porque "lo primero que pensé fue que, en unos meses, me va a caer un buen pellizco", recuerda Manrique que le dijo -y los demás lo pudimos leer en El País Semanal-.
Como escribía él mismo al día siguiente del óbito, un autor excelente que se había convertido en "mito de guardia" para colaboraciones y cameos de todo pelaje, con intenciones evidentemente alimenticias.
Y es que nadie, ni el mayor genio entre los genios ni el mayor idiota entre los idiotas, merece ser convertido en una figura de Lladró, o sepultado bajo un mar de azúcar y, consecuentemente, naftalina.
Quico Alsedo. El Mundo

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